Se limitó a ir alejándose en el asiento, callando de a poco,
adoptando la seriedad adusta de cuando lo conocí, mirándome desde esas líneas
chinescas que me fascinaban hasta el escalofrío.
La situación se volvió tan incómoda como la ruptura de un
amor grande, aunque los dos sabíamos que no se trataba de eso en nuestro caso.
Fue lamentable caminar juntos en la garúa, bajar al metro y meternos a un vagón
bastante lleno sin tocarlo, sin apretarlo contra mí o rozarlo levemente
buscando la firmeza de su cuerpo, mirar su cuello robusto en el que ya no
podría dejar más que un beso de despedida, y de tanto en tanto encontrar la
línea chinesca mirándome fijamente, metiéndose por mis ojos sólo para hacerme
temblar de nerviosismo y calentura, de querer mandar todo a la mierda y
chupársela de nuevo hasta oírlo decir “carajo…” entre dientes y gemidos.
¡Que ganas de haberme atrevido a decir que podía enseñarle a
ser más cauto! A conocer mi sexo con los dedos antes de tratar de enchufármela
como si fuera una muñeca inflable, a quedarse dentro sin moverse para sentirme
nítida alrededor suyo, a lamerme más suavemente buscando ese sabor que de
seguro se perdió por atolondrado, por pendejo, por creer todavía que ser macho
es ser bruto.
Pero no me atreví. Porque asumir que eso se sabe mejor que
muchos es ser creída. Porque se supone que esas cosas no se enseñan. Por temor
a que ni siquiera explicando paso a paso cómo se debe tocar y esperar hubiese
logrado algo. Por temor a que me dijese que sí y hubiésemos empezado un vínculo
que yo ya sé cómo terminaría.
Me deseó que tuviera un buen día y se bajó del tren. Lo único
que pude hacer fue agarrar a patadas la goma ondulada que une un vagón con otro. No me
permití llorar, porque eso es para cuando se ama o se pierde algo importante.
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